"Carezco de dinero, de recursos e incluso de esperanzas. Soy el hombre más feliz de la Tierra."

Henry Miller, Trópico de Cáncer



PERRO LOCO


Perro Loco llegó al pueblo una mañana de niebla precedido por el aullido del coyote y el dolor de tripas del cura. Llegó alumbrando el camino con ojos enormes que al parecer no tenían párpados, pues nadie le vio cerrarlos jamás. Era delgado como una comadreja, pero manso como un buey, como percibieron en la antigua tierra de sus padres a la hora de darle un nombre, impronunciable para nosotros los del llano. Perro Loco era el mal nombre que le dieron por aquí abajo los borrachos las primeras veces que apareció, hace muchos años, y así pasaron a llamarlo todos los lugareños, como suele ocurrir, pero el extraño aceptaba tal nombre absurdo de buen grado sabiendo que sólo era una etiqueta para poder referirse a él de alguna manera.

Antes de entrar en el pueblo por la única calle que lo atravesaba, Perro Loco se detuvo y levantó la mirada escrutando el horizonte que se aclaraba al otro extremo. Entonces se aposentó bajo el gran roble que tenía un cartel clavado con el nombre del pueblo, y allí se tumbó durante lo que quedaba del día.
Al rato, la sombra del árbol cubría su largo cuerpo salvo sus pies, y sus sandalias de esparto comenzaron a crepitar bajo el ardiente cielo del mediodía. Pasó un carretero en su carro a trompicones y lo miró con recelo desde la sombra del ala de su sombrero, pero no se encontró con los ojos de Perro Loco, ahora con mirada de noche estrellada, glacial y perdida en las ramas del roble cargadas de hojas en las que leer el peso de los años.

Las mujeres iban en grupos a por agua, y todo lo discretamente que podían aprovechaban la ocasión intentando huir de la vigilancia a la que sus maridos las sometían desde las ventanas polvorientas para llevarle al extraño un trozo de queso, un crucifijo de yeso, alguna cosa, depositándolo todo a una distancia prudencial de aquel ensimismamiento profético. Mi madre fue con sus hermanas mientras se calentaba la comida y yo la esperé en la puerta de casa. Depositó un pan en el montón, y cuando se alejaba el pan se transformó en un lagarto que se escurrió hacia Perro Loco, y viscoso como un corazón se posó en la gran frente morena para fundirse con ella como un tatuaje. Mi madre y sus hermanas siguieron hacia el pozo como si tal cosa, y asombrado busqué con la vista a alguien más que hubiera visto aquel fenómeno y no encontré a nadie. Perro Loco se puso en pie y su enorme sombra trajo la tarde. A su lado estaba mi padre dirigiéndole palabras de súplica hasta que se encaminaron hacia mí. La luz de los ojos de Perro Loco se hacía más penetrante a cada paso que daba para alcanzar la puerta de mi casa, cargando su mano alargada en el hombro desvalido de mi padre. Se detuvieron ante mí y Perro Loco se agachó hasta la altura de mi cara para bramar con voz de Génesis:

- Está bien, chico, ahora haré que despiertes.

Abrí los ojos y estaba hundido en las zarzas, donde me encontró mi padre, que me sacó de allí con un gesto muy severo para llevarme a casa. Hacía frío en el prado. En medio de la calle departían el cura y el barbero, e interrumpieron su charla cuando nos vieron pasar para lanzarme una mirada cargada de rencor. Entonces supe que Perro Loco llegaba al pueblo aquella mañana de niebla.

Santiago, 28-9-2004

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