EL IMPERIO




Recuerdo perfectamente la escenificación del fin de la URSS. El 25 de diciembre de 1991 Gorbachov dimitía del cargo de presidente. Yo estaba en la estación de autobuses de Vigo y lo vi en la televisión de la cafetería. Aunque al día siguiente cumplía 12 años, fui plenamente consciente de que estaba pasando algo gordo. Era el final tras 74 años de la última forma que había adquirido el expansionismo, el imperialismo inherente al pueblo ruso, como se dice en El Imperio, de Ryszard Kapuściński, libro en el que el genial periodista polaco nos muestra en toda su crudeza, a través de su propia experiencia y de testimonios de primera mano, la crueldad del estado soviético y la miseria ética y material que causó. Esta obra es una buena cura para el romanticismo con el que a veces abordamos la idea misma y la historia de la URSS los que no tuvimos que sufrirla. Yo mismo, aquel día de Navidad de 1991, seducido como estaba por lo que representaba la URSS para mí siendo un niño, el gran enemigo de los yankis con una hermosa bandera roja y una hoz y un martillo, el país más grande del mundo, sentí una mezcla de pena y de alegría al constatar-lo sé ahora, imposible identificar esa sensación entonces-que el futuro está siempre abierto y jamás es previsible (ni los politólogos expertos en la URSS habían vaticinado su colapso, y uno de ellos aseguraba que era el estado perfecto por ser indestructible).

No se nos dice aquí que lo que había antes y lo que hubo después de la implantación del estado bolchevique fuese mejor: simplemente que no supuso una mejora de las condiciones de vida de su población, y en muchos aspectos un empeoramiento debido a la prolongación de un gobierno autoritario -el de los zares-bajo otro nombre, otra bandera, otra mitología.

La implantación en la práctica de unos supuestos llenos de esperanza para la sociedad, para una forma de ordenarla más justa, llevó a que esa esperanza se esfumara casi enseguida, como ocurrió con el cristianismo. "El comunismo: bonita teoría, especie equivocada", dijo un antropólogo cuyo nombre no recuerdo. "!Se nos prometió el paraíso y no tenemos ni para pantalones!" bramaba un intelectual ruso en plena Guerra Fría.

Kapuściński elabora un retrato con pequeños retazos de la terrible maquinaria soviética desde 1939 -cuando los rusos llegan a su aldea en Polonia- hasta los inciertos primeros años tras la caída de "el Imperio". En cada uno de esos retazos nos muestra las aldeas, las calles de las ciudades, las tradiciones, las pequeñas historias de los individuos y de los pueblos olvidados de las repúblicas que conformaban la URSS. Nos habla de uzbekos, armenios, de mil etnias entremezcladas y enfrentadas en circunstancias que aquí en Occidente nos resultan tan exóticas como las relatadas por Marco Polo lo eran para sus coetáneos. Difícilmente relacionamos en nuestro imaginario los desfiles del Ejército Rojo en la Plaza Roja con los pastores, con los cultivadores forzados de algodón a los que se les arrebató un vergel perdido en medio del desierto (la destrucción del mar de Aral y la consecuente muerte de la región es la más destacada y conocida de las catástrofes ecológicas perpetradas por el gobierno de Moscú), con los musulmanes de las profundidades de Asia o con la fascinante historia del cristianismo de Armenia. Todo eso era la URSS, pero resulta extraño hasta que no te alejas y puedes ver el mosaico terminado; entonces vuelve a resultar extraño, pero de otra manera.

Tal vez la cualidad más destacada de Kapuściński en todos sus escritos sea su capacidad de poner de relieve las contradicciones del poder, de crear suspense con los entresijos de las decisiones de los poderosos, que casi siempre resultarían ridículas de no ser por el inmenso dolor que causan a millones de personas. Entre las imágenes más elocuentes de este libro está la de un desierto muerto y congelado, Siberia, vallado para que nadie pueda entrar, cuando en realidad lo único que despierta es el ansia de huir de él, de la espeluznante inmensidad de aquella cárcel de inocentes.

He aquí la historia de la URSS resumida por Yuri Bórev en su libro Staliniada a través de una brillante metáfora, y citada en El Imperio:

"El tren se dirige hacia un futuro luminoso. Lo conduce Lenin. De pronto: stop, se han acabado las vías. Lenin apela a la gente pidiendo que trabaje horas extras los sábados; se colocan más vías y el tren puede continuar viaje. Después se pone a conducirlo Stalin. Y también se acaban las vías. Stalin manda fusilar a la mitad de los revisores y de los pasajeros, y obliga a los demás a colocar vías nuevas. El tren se pone en marcha. Jruschov sustituye a Stalin, y cuando se acaban las vías ordena desmontar las que el tren ha dejado atrás y colocarlas delante de la locomotora. Jruschov es sustituido por Brézhnev. Cuando vuelven a acabarse las vías, Brézhnev dispone que se corran las cortinas de las ventanillas y que se balanceen los vagones de tal manera que los pasajeros crean que el tren continúa en marcha."

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