"NYNSYU MAROW MYGHTEN ARTHUR" ( y II )
En el caso de Irmán Rei Artur no hay armonía cósmica, sino como dije batallas
interiores de unos personajes actualizados: Lancelot lleno de remordimientos,
Merlín sufriendo por amor, Arturo arrastrado por la ira. En las historias
antiguas sólo se nos mostraban estas convulsiones internas por una rendija,
centradas como estaban en las batallas exteriores. En los relatos de Reigosa,
el paisaje sigue siendo, al igual que en aquellos relatos medievales, un vergel de ríos
y bosques y luz, de palacios y castillos, y allá al final una llanura plagada
de hombres para la última batalla, interior y exterior. En la búsqueda que
Bernárdez reseña en O Rei Artur. Mito e
realidade, nos topamos con la desolación actual de los paisajes artúricos,
el viento y el mar que azotan las piedras de lo que fue el castillo de Tintagel,
el olvido y la hierba que cubren las supuestas huellas de Arturo. La armonía
que nos abandonó. Pero también oímos el bendito silencio de los prados y las
arboledas. El rumor de la vida está presente, y la armonía se intuye posible
antes de que nos alcance la parca.
Bernárdez parte en su libro desde
Cornualles; en ninguno de los relatos artúricos se señala un lugar de
nacimiento del Rey, pero sí en uno de ellos Tintagel aparece como el lugar en
donde fue concebido por Uther Pendragon. En este pueblo encontramos un museo
dedicado a Arturo, erigido por un excéntrico millonario (dos calificativos que
van casi siempre juntos) en la década de 1920, en cuyo Salón de la Caballería
podíamos leer el viejo lema córnico “Nynsyu marow myghten Arthur”: “El Rey
Arturo no está muerto”.
A
un kilómetro de distancia de Tintagel encontramos una pequeña península en la
que en su momento se construyó el castillo, o fortificación, mencionado: “un
elevado promontorio- como describe Bernárdez- unido a una especie de península
escarpada, con bordes cortados a pico, profundamente introducida en las aguas,
que alcanza una altura de sesenta metros.” Allí encontramos “un conjunto de
muros, bastiones, y construcciones de distinta condición y épocas, unas setenta
en total”.
La arqueología ha demostrado que en este
lugar se levantó una fortificación entre los siglos V y VI; después del año 600
el lugar fue abandonado hasta que se construyó un castillo en 1145.
Geoffrey de Monmouth (autodenominado en
sus escritos “Galfridus Monemutensis”, 1100-1155) fue el primer sajón en
recoger sistemáticamente la historia de Arturo, el primero de aquellos
fascinados vencedores sajones en intentar apropiarse de Arturo fijando su mito
por escrito. Monmouth, tal como señala Bernárdez, escribió sobre la concepción
de Arturo en Tintagel en 1136, nueve años antes de que se construyera el
castillo, y por aquel entonces no quedaban restos visibles de la fortificación
del siglo V. “Lo cual obliga a pensar-continúa Bernárdez- que el de Monmouth o
se aventuró a inventar la existencia de este baluarte, o contaba con unas
fuentes de información mejor documentadas de lo que se venía creyendo.” En su Historia de los Reyes de Britania
Monmouth recoge una cronología de los hechos próxima a la considerada por la
historiografía actual.
El 4 de julio de 1998 se realizó en los
restos de la antigua fortificación un descubrimiento sorprendente; los
estudiosos del mito artúrico contuvieron la respiración con el desenterramiento
de un fragmento de losa en el que, tallado a cuchillo con letras latinas del
siglo VI, se lee: Pater Coll avi fecit
Artognov. Coll ficit, lo que se puede traducir como “Artogonov, padre de un
descendiente de Coll hizo [este edificio]. Lo hizo Coll”. Esta inscripción en
piedra se interpretó inmediatamente como la demostración de la existencia de un
Arturo real…hasta que unos días después, un tal Andy Gillies confesó ser su
autor hacía dieciocho años, durante un viaje escolar al lugar. Había copiado
las letras del siglo VI y las había inscrito en la losa con un compás. Esta
muestra de ingenio ya sólo podrá servir para que los arqueólogos del futuro
puedan decir que en el siglo XXI seguían teniendo presente a Arturo, y creían
que había estado allí. Pero: dado que “la losa había sido encontrada en una
capa no removida, no todos los investigadores aceptan esta versión de los
hechos”, aunque su credibilidad ha perdido muchos enteros.
En el documental de National Geographic The truth behind King Arthur se da por
verdadera la inscripción; pero ya sabemos que estos documentales, resultando
atractivos, no se caracterizan por la profundidad de sus investigaciones ni lo
exhaustivo de su documentación, sino más bien por el afán del impacto
inmediato, algo comprensible si asumimos la naturaleza del lenguaje
audiovisual. En todo caso, es en este documental donde explican una teoría muy
plausible sobre la espada clavada en la piedra que sólo Arturo, demostrando que
está por encima del común de los hombres, pudo sacar: tal vez se tratase de una
espada sacada del molde de piedra en la que adquirió forma durante esa parte
del proceso de la forja, el de la transformación del líquido en sólido, y, como
toda transformación, la parte más misteriosa para la mentalidad precientífica. Tal
como dice el historiador Gordon Childe en su obra Qué sucedió en la historia (1942): “Las ciencias aplicadas en la
metalurgia son más abstrusas que las empleadas en la agricultura o en la
alfarería. El cambio químico provocado por la fundición es mucho más
sorprendente que aquél que transforma la arcilla en alfarería. La conversión de
minerales verdes o azules, cristalinos o quebradizos, en cobre rojo, duro, es
una verdadera transubstanciación. El paso del estado sólido al líquido y viceversa,
verificado en la fundición, es apenas menos asombroso.” El saber de los
forjadores no se divulgaba “a todos los miembros de la comunidad-continúa
Gordon Childe-, ni todos los integrantes del clan aprendían a ser forjadores.”
Al ser Arturo el que saca la espada de
la piedra, el rumor proveniente de la noche de los tiempos asocia sus actos, su
existencia, con el prodigio desde su misma aparición en escena. Arturo estaba
pues predestinado a la grandeza; para los antiguos no existían casualidades ni accidentes.
Los héroes restauraban la armonía, eran la más anhelada pieza del engranaje.
Si hubo un Arturo real, su recuerdo se
diseminó por toda Gran Bretaña, de forma que cuando parece que nos acercamos a
él, a la figura histórica, cuando parece que lo hemos alcanzado entre sombras y
brumas, se introduce en un laberinto de espejos. Bernárdez realiza un gran
esfuerzo a la hora de casar fechas y menciones al posible Arturo histórico en
una infinidad de fuentes. Llega un momento en que se impone la conclusión de
que Arturo es un mosaico de personajes extraordinarios que confluyeron en uno,
que cristalizan en una sola figura a través de ese denominador común de las
hazañas guerreras. Las leyendas se expanden durante los años oscuros y adquieren en el mito un solo rostro. Como, aventuro, ocurrió con Jesucristo, o, poniendo un
ejemplo de mayor semejanza, con el Cid Campeador. Los posibles Arturos
rescatados de las fuentes se manifiestan desde los tiempos de la dominación
romana hasta el siglo XII, en el que la Vita
Sancti Paterni habla de un “cierto tirano de nombre Arturo”. Esta es la
última mención del rey, recogida de antiguas fuentes orales, en la que Arturo
no es el glorioso monarca de las caballerías medievales. En la Vida de San
Padarn, escrita en esa época, se habla de “cierto y deambulante tirano de nombre Arturo”. Los bardos, sobre todo los
galeses, de los siglos V, VI y VII, elaboraron el núcleo principal de los relatos
legendarios: a Gales se redujo el territorio de los bretones en tiempos de la
conquista anglosajona. Es en una fuente galesa, llamada las Tríadas, la que nos
habla de “los errantes hombres de Arturo” y en la que Arturo es considerado el
(o un) “saqueador de Bretaña”. Esto, asociado al hecho de que se le atribuyan
victorias en batallas localizadas por toda la isla- las fuentes literarias
mencionan de cinco a doce- sugiere que tal vez Arturo fue un líder mercenario
al servicio de distintos reyes.
Los más antiguos de los posibles rostros
reales de Arturo pertenecen pues a efectivos de la conquista romana: a Lucius
Artorius Castus, prefecto de la Legio VI Victrix, acampada en Eboracum (York)
en la primera mitad del siglo II. Fue el tal prefecto un soldado destacado, al
igual que Artorius Iustus, del siglo III. Pero tal como argumenta Bernárdez, “no
se conoce en la onomástica de la isla ningún Arturo anterior al tiempo del
Monte Badon”, la más importante de las, según las primeras fuentes escritas, batallas
en las que intervino Arturo, y que tuvo lugar según los Annales Cambriae (s. X)
alrededor del año 516. En cambio, tras esta batalla, “se contabilizan
documentalmente nada menos que seis Arturos, entre ellos cuatro pertenecientes
a familias reales”. Así que, tal como señala Bernárdez, “parece bastante
difícil que después de trescientos o cuatrocientos años, alguien se acordase de
alguno de esos romanos para recuperar entonces su memoria.” Por lo que podemos
situar el momento en que surge el personaje legendario tras la mencionada
batalla.
El monje Gildas, autor de De Excidio Britaniae, y nacido, según él
mismo escribe, en el año de la batalla del monte Badon, nos habla de siete
reyes bretones; entre ellos de un tal Cuneglassus, al que dirige la siguiente
amonestación:
“¿Por qué estás revolcándote en la
inmundicia de la antigua iniquidad de los años de tu adolescencia, “Oso”,
jinete de muchos y conductor de carro en el refugio del “Oso”, despreciador de
Dios y avasallador de tu pueblo, Cuneglassus, en lengua romana “carnicero
rojo”?
Ante todo decir que Cuneglassus se
traduce en realidad como “carnicero azul” o “gris”, y no “rojo”, lo que ya hace
dudar de la fiabilidad de Gildas como depositario fiel de hechos y nombres.
Pero el caso es que “oso”, apodo que Gildas aplica a Cuneglassus, en bretón se
decía “arth” o “artu”. Estamos ante un guerrero al que se conocía como “Arth” o
“Artu”; en realidad dos, al parecer: el destinatario de la diatriba “conducía
el carro” de otro “Oso”, tal vez su predecesor como líder de una horda de
guerreros regidos por un caudillo electo o de cargo hereditario. O tal vez su
apodo venga de un topónimo, “El Refugio del Oso”. Bernárdez no lo comenta, pero
pongo entre comillas “conducía el carro” porque tal vez se trate de una
metáfora cuyo sentido se ha perdido. Esta cita está abierta a tantas
interpretaciones como intérpretes haya. Tal vez ese Oso sea la Osa Mayor, el
Carro, si los bretones recogieron la denominación latina tras la presencia romana
en la isla. Algo así se apunta en la entrada de la Wikipedia dedicada al nombre de Arturo.
Gildas tilda a este guerrero de tirano…y
no lo menciona entre los líderes que lucharon en la batalla del monte Badon. Estamos
entrando en otro callejón de espejos.
Todo este batiburrillo de fuentes y
menciones de muy difícil interpretación, de posibles omisiones interesadas por
parte de sus autores, no hace más que reafirmar la idea de que flotamos a la
deriva en el mito; podemos cartografiar su extensión y sus orillas, pero
estamos a merced de su corriente y de los vientos. Volviendo a ejemplos
semejantes, sabemos bastante de la figura histórica de Alejandro Magno, las
fechas de su nacimiento y muerte, y, a pesar de que está más lejos en el tiempo
que Arturo, sabemos a ciencia cierta, gracias a los cronistas de la época, que
existió. Los pueblos de las profundidades asiáticas que testimoniaron sus
hazañas lo convirtieron en leyenda. Nosotros somos como esos pueblos ágrafos
respecto a Arturo, lejos de la luz arrojada por los autores grecolatinos,
guiados por la fe en una isla brumosa del fin del mundo. Es una fe de fuerza
inextinguible. Tal como escribió Carlos García Gual y recoge Bernárdez en su
libro:
“De un remoto caudillo britano, que tal
vez capitaneó un tropel de jinetes, o que dirigió una carga de galeses y bretones
en alguna batalla contra los invasores anglosajones, la literatura hizo un
magnánimo soberano, digno de rivalizar en esplendor con el antiguo Alejandro, o
con el franco Carlomagno.”
Arturo es un rey eterno. Hacia el 1170
un monje de la abadía normanda de Bec, Étienne de Rouen, transcribe una
supuesta carta de Arturo enviada desde un reino en los antípodas a Enrique II
Plantagenet, al que considera su vasallo, recordándole sus derechos como
soberano.
En 1554, el futuro Felipe II contrajo
matrimonio con María Tudor. Al efectuarse el casamiento, el príncipe español
fue obligado a jurar que renunciaría a sus derechos sobre el trono de
Inglaterra en el caso de que Arturo volviese a reclamarlo.
Creo que la pesquisa de Bernárdez,
además de concretarse en un trabajo disciplinado y analítico que se refleja en
su prosa, tiene una finalidad principal: la sensación balsámica del encuentro
con esa intuición de armonía. Tal vez resulte una obviedad decirlo, porque me
atrevería a decir que esa sensación es la que nos lleva a todos a sumergirnos
en el mito artúrico.
Y no creo que queramos encontrar la
verdadera, con el amparo de la ciencia, tumba de Arturo; nos basta con
elucubrar, por ejemplo, acerca de la “casualmente” descubierta en la Abadía de
Glastonbury a finales del s. XII. Porque en el caso de encontrar por fin al
Arturo real, ¿Cuál sería la reacción de los que han consagrado su vida a
buscarlo? Yo creo que tras un primer y breve alborozo, los embargaría la
melancolía debida a las estrecheces de la realidad.
Ya encontramos a Arturo en las leyendas,
en los libros. Ese es el verdadero Arturo. “En cierta ocasión alguien dijo-
remata Bernárdez- que no sabía quién tenía más imaginación, si los que
inventaron al Rey Arturo, o aquellos que niegan su existencia.” Por muy hondo
que cavemos no lo encontraremos, pero si miramos al horizonte tal vez lo veamos
volver rasgando la niebla de la Nueva Edad Oscura.
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