EPIDEMIAS Y LITERATURA: DEL RENACIMIENTO A LOS VAMPIROS

 La mayoría de la gente no le dedica demasiado tiempo a pensar en estas cosas. Se entiende, y más después de dos años de brasa pandémica. A casi todos nos suena la epidemia de peste negra que arrasó Europa en 1348, y la de gripe de 1918, la "gripe española". A muchos menos, fuera del círculo de especialistas, les sonará la devastadora epidemia de cólera de 1885.

El caso es que hubo más, muchas más episodios en que la enfermedad lo condicionaba todo. Lo normal, de hecho, es que se alternasen años de epidemia mortal con interludios de calma. ¿Qué enfermedades mataban de forma cíclica a nuestros antepasados? Pues muchas veces no lo sabemos. Sabemos el causante de algunas, caso de la peste negra tras estudiar sus características de cara a evitar su propagación, cuando la ciencia fue capaz por fin de identificar y observar virus y bacterias.

 Antes de eso, a grosso modo antes del siglo XIX, las enfermedades tenían nombres variopintos, a veces debidos a sus síntomas, otras a su supuesto origen. Entre las primeras abunda la denominación "fiebre" y entre las segundas contamos con casos recientes, ya en la era del desarrollo pleno de la ciencia médica, como el ya citado de "gripe española", o en las primeras semanas de la COVID 19, aquella etiqueta de corte trumpista de "neumonía china".  

 Cuenta Bill Bryson en su Shakespeare:

 "Muchas de las enfermedades de tintes exóticos en tiempos de Shakespeare se conocen hoy por otro nombre (su fiebre de los barcos es nuestro tifus, por ejemplo), aunque hubo algunas misteriosamente específicas de la época. Entre ellas, el "sudor inglés", que acababa de erradicarse tras una serie de brotes mortales. Le decían "el azote sin pánico", debido a su asombrosa rapidez: a menudo las víctimas enfermaban y morían en el mismo día. Afortunadamente, muchos sobrevivían y poco a poco la población fue adquiriendo una inmunidad colectiva, de tal modo que en la década de 1550 la enfermedad ya estaba erradicada. La lepra (...) ya nunca regresaría en todo su vigor. Pero cuando estos terribles flagelos parecían dar un respiro a los pobladores, una nueva fiebre, llamada "el nuevo mal", arrasó el país, matando entre 1556 y 1559 a decenas de miles en sucesivas oleadas. Para empeorar aún más las cosas, estos brotes coincidieron  con las desastrosas hambrunas de 1555 y 1556. Aquella fue una época pavorosa.

No obstante, de todos los flagelos, el más tenebroso seguía siendo la peste. El brote de 1564 [año de nacimiento de Shakespeare] fue brutal." (Traducción de Andrés Ehrenhaus).







Continúa Bryson diciendo que la mortalidad infantil (la referida a menores de un año) llegó a los dos tercios de la población de esa edad en Inglaterra aquel año. Y concluye que el mayor logro de Shakespeare fue sobrevivir a la peste. 


Seguimos en Inglaterra, unos treinta años antes del nacimiento de Shakespeare, en el reinado de Enrique VIII. Hilary Mantel, autora de En la corte del lobo (Wolf Hall es su título original) se preocupa por rodear las peripecias del rey inglés y su Corte, con Thomas Cromwell como protagonista, de aspectos históricamente coherentes. La enfermedad como azote habitual de aquellas gentes, fuera cual fuese su condición, aparece en la novela como un factor crucial en la vida de Cromwell, siendo una presencia recurrente en forma de fiebres que vuelven cada verano:

"Elizabeth se acostó al mediodía. Temblaba, aunque la piel le ardía. Dijo: ¿está Rafe en casa? Dile que vaya a buscar a Thomas (...) A las doce y media, ella dijo: dile a Thomas que cuide de los niños. ¿Y luego qué? Se quejó de que le dolía la cabeza (...) A la una en punto pidió un sacerdote. A las dos se confesó (...) Liz empeoró a las tres de la tarde. A las cuatro se liberó de la carga de esta vida." (p. 129).

"Cuando vuelve la fiebre ese verano (1528), la gente dice lo mismo que el año anterior: que si no piensas en ella, no enfermas (...) Esta vez, la corte está infectada (...)" (pp. 158-159).

"Cuando vuelve la peste estival, él pregunta a Mercy y a Johane: ¿enviaremos fuera a las niñas?" (p. 178). (Traducción de José Manuel Álvarez Flórez).

 


 

El escritor argentino Alberto Cousté sitúa la acción de su novela El príncipe desvelado a principios del siglo XV. Su protagonista es Sigismondo Malatesta, personaje real, señor de Rímini y señor de la guerra, condotiero, en la convulsa Italia renaciente. Nos cuenta la historia de toda su estirpe desde el siglo X, y a modo de coda los destinos de los descendientes de Sigismondo. 

"Para cuando llegó la peste [a Constantinopla], en 1416, hasta el tráfago de mercaderes que había fingido ignorar la decadencia empezó a ralear: los lamentos de los agonizantes y los llantos de las plañideras superaron en poco tiempo el estruendo de las transacciones y el vendaval de los remates, el hedor de la epidemia se colgó como una nube sobre las calles desteñidas de gente y el silencio comenzó a suplantar todo sonido. La ciudad entera se tendió a morir." (p. 29).

Como vimos al hablar de Shakespeare, la peste (o cualquier otra enfermedad infecciosa) coincidía muchas veces con el hambre. Las malas cosechas eran habituales por causas diversas: limitación técnica, clima adverso (demasiada lluvia, o demasiado poca), impuestos abusivos, etc. Una población debilitada por el hambre enferma con mayor facilidad. Los que sobreviven se rebelan con asiduidad contra los señores. Sigue contando más adelante Alberto Cousté: 

"La miseria y la peste, socias bien avenidas, han puesto en marcha esta incesante algarada, este deconocido trajín: los campesinos huyen de los campos yermos, desertan de sus corrales vaciados por la crisis, de su labor improductiva, del hambre que se extiende por las vacías alacenas, a cada día más presente en las comarcas donde agosto no acaba de pasar; los del burgo escapan del contagio, del agua negra y estancada y los cadáveres desperdigados por las calles, del hedor creciente y de las miasmas de la ciudad pestilencial. De otra cosa huyen también, dejan el sitio, se baten en retirada ante esos torvos campesinos que han olvidado toda sumisión: blanden hoces y horquillas, enarbolan rastrillos y guadañas, convergen sobre las ciudades con la terca insistencia del que no tiene nada que perder." (p. 43).

 No es cosa nueva el creer que vivimos en la peor de las épocas: 

"Nadie recuerda ya los tiempos felices de antes de la peste, de antes de la carestía, (...) de antes de que las viñas se secaran y los inviernos fueran más fríos cada año, de antes de que los campos se vaciaran para llenar las ciudades que a su vez se vaciarían también. Nadie recuerda el tiempo de la vida feliz (...) Nadie recuerda el tiempo de los hombres lentos y seguros, de los caballos nerviosos, de las estaciones puntuales (...) Si alguien lo menciona los sobrevivientes (...) le llaman embustero." (p. 50).

 

 

 

El vampiro: una nueva historia de Nick Groom es un ensayo sobre vampiros y vampirismo desde sus orígenes rastreables en la documentación (siglo XVII) hasta la plenitud del mito que comienza en Drácula, de Bram Stoker. Groom relaciona la superstición sobre el vampiro del este de Europa con las epidemias, como es lógico en una sociedad de pensamiento precientífico que busca explicaciones y soluciones en la religión y fuera de ella. En la introducción, Groom nos habla de la asociación del vampiro con el contagio:

"Hay multitud de testimonios que asocian los brotes de vampirismo con el contagio y que convierten a los vampiros en sus vectores y, en consecuencia, en parte de la historia de las enfermedades infecciosas (...) Así, los vampiros surgieron en un contexto en el que se imaginaba que tanto los objetos materiales como los conceptos intangibles rezumaban, calaban y se agitaban, como los objetos corporales en el aparato circulatorio (...) Las hipótesis más radicales del contagio especulaban que podían propagarse [las plagas] a través de medios inmateriales, como las palabras o simplemente mediante el aliento de una persona infectada." (pp. XXXVIII-XXXIX).

El libro de Groom se publicó en inglés en 2018, y en castellano en 2020. En plena pandemia de la COVID 19. No me suena tan lejano un tiempo y un lugar en que la gente abordaba la enfermedad desde la superstición, a pesar de creernos inoculados contra ese tipo de procesos mentales. Recordemos, por ejemplo, las limpiezas masivas de calles y locales con desinfectante que se mostraron igual de inútiles que poner ajos en la puerta. 

 

 

 

Nick Groom reflexiona sobre lo que supuso a nivel mental y político el avance de la ciencia médica:

"A medida que las ciencias naturales de los siglos XVII y XVIII medicalizaban cada vez más el cuerpo humano al centrarse en su corporeidad, la metáfora y la anatomía del cuerpo político también cambiaron (...) ahora [los vampiros] también ponen en peligro al metafórico cuerpo político (...) Esta ontología patológica  significa, por consiguiente, que las referencias a, por ejemplo, el contagio epidémico pueden entenderse no solo desde el punto de vista médico y biológico, sino también teológico y político y pondrían en peligro la salud personal, el bienestar espiritual y la estabilidad social." (p. 30). (Traducción de Ana H. Deza).

Las epidemias pasan a ser un problema político, igual de determinante e inesperado que en el pasado pero ya inasumible, ahora que vivimos fuera del tiempo circular condicionado por las cosechas. Se quejaba Simón Bolívar a principios del siglo XIX de que el pueblo estuviese más preocupado por una epidemia de cólera que de la lucha por la independencia.

La superstición es un sistema lógico, que responde al esquema causa- efecto. Seguimos siendo supersticiosos pensando que ya no lo somos. Nuestra enfermedad está a la vista, en carne viva. Pero esa enfermedad no es la superstición: es la soberbia. Y debemos alegrarnos una vez localizada, pues la detección es el primer paso para la curación.


 

Comentarios

Entradas populares