"NYNSYU MAROW MYGHTEN ARTHUR" ( I )
Lleno de polvo, en una estantería inaccesible, estaba aquel libro. Pero no el típico libro que aparece al principio de las historias de búsqueda de tesoros, sino un libro juvenil titulado Irmán Rei Artur (“Hermano Rey Arturo”), escrito por Carlos G. Reigosa. Me deslumbró desde el prólogo, escrito por Méndez Ferrín, actual presidente de la Real Academia Galega y rendido y fiel vasallo de Arturo desde que descubrió su historia a los diez años. En ese prólogo, lleno de pasión por Arturo y por “todos los demás habitantes del bosque de nuestros mejores sueños nacionales y atlánticos”, lleno de orgullo cimentado en erudición, Ferrín nos lanza una arenga en sus palabras finales: “Será bien bonito ver cómo una generación de niños y chicos gallegos aprenden en este libro, tan limpio y bien escrito, tan amoroso y auténtico, de Carlos G. Reigosa, a amar lo que hay que amar y a sentirse continuadores de aquellos que, a lo largo de muchos siglos, vieron en la Tabla Redonda el emblema y la cifra de la liberación de los días de horror que aún son los nuestros.” Cuando se publicó este libro, en 1987, yo tenía 7 años, así que ahora sentí el apremio de leer este libro que no leí entonces; de haberlo hecho, por obligación del plan escolar o lo que fuera, es muy posible que no hubiera entendido ni la mitad de los deslumbrantes y hermosos pensamientos y valores que Reigosa recoge en esta bonita obra que, como dice su autor, pretende rellenar los huecos de ciertos episodios de los relatos conocidos genéricamente como “Materia de Bretaña”. Con ello quiere decir que, con moderna perspectiva, nos hace partícipes de los dolores, de las ansias, de los sentimientos cambiantes de unos personajes que apelan a lo mejor y más profundo de nosotros, y que son por ello inagotables desde hace más de mil años.
Aquellos días de horror de 1987 tampoco
eran los míos, porque yo era un niño. Pero intuyo que el horror actual no tiene
nada que envidiarle. Mejor dicho, aquellos eran los primeros días de este
horror que es el mismo, que va profundizando en nosotros. De una manera
terriblemente bella lo expresa el propio Reigosa con las últimas palabras del libro:
“Y el Rey Arturo, ausente a causa de las
fatigas de esta vida, volverá muy pronto. Porque el mundo cada vez se parece
más a como era poco antes de que él llegase.”
Estas palabras resuenan en mi mente de
la misma manera que “When He Returns”, de Dylan, que habla de la segunda venida de Jesucristo, o igual
que la guitarra de inmenso poder contenido que abre “Jorge de Capadocia”,
dedicada a San Jorge, en la versión de Caetano Veloso, y que lanza su plegaria
de alma jubilosa, y por ello invencible, cabalgando al lado del santo.
Pero Arturo no es un dios ni el hijo de
un dios; es un hombre, que por una serie de circunstancias se convirtió en una
especie de santo, en símbolo de resistencia primero, de esperanza después,
hasta ser una presencia al calor de la cual florecen las almas virtuosas,
representadas por los caballeros de la Tabla Redonda. Y la esperanza, esa
sinrazón siempre presente en mí, sin ningún objetivo concreto, supongo que como
manifestación de mi fe en la “justicia poética”, se me apareció en la historia
de Arturo.
El prólogo de Ferrín a Irmán Rei Artur recoge además una
constatación que hasta ahora me había pasado felizmente inadvertida; está
referida a El Quijote, libro que me
encanta por muchas razones. Escribe Ferrín: “¿Y nunca reparasteis, vistas las
cosas desde otra perspectiva, en que desgraciadamente fue un hombre de claros
apellidos gallegos, Miguel de Cervantes Saavedra, quien arruinó, al mismo
tiempo que inventaba el humor y la novela moderna, tanta imaginación, tanta
fantasía, tanta belleza, parecía que para siempre jamás? Sí, Cervantes enterró
las ilusiones de Europa (…) las vigilias de lectura a la luz de la candela de
aceite, de tanto varón de bien, de tanto Quijote como dormía en los corazones
atribulados de Occidente. Y esto fue una verdadera lástima.” Pero, continúa
Ferrín, autores como Reigosa, Cabanillas y Cunqueiro siguen impidiendo que se cierren
los caminos que abrieron Arturo y sus caballeros en
nuestro finisterre.
Recordemos que Arturo no es inglés. Es
bretón, de cuando Gran Bretaña era simplemente Bretaña y empezaron a llegar a
la isla los invasores germánicos, tras la marcha de los romanos en el 410 d. de
C., destacando entre esos invasores los anglos y los sajones, finalmente
triunfadores. La población de origen céltico quedó arrinconada en Gales y
Cornualles (antiguamente la “Materia de Bretaña” también era conocida como
“Cantares de Cornualla”), resistiendo primero, y luego esperando, haciendo
crecer la leyenda. La única victoria que les quedaba era esa resistencia, y el
triunfo de una idea, el engrandecimiento del guerrero Arturo. Reigosa lo
expresa maravillosamente una vez más: “Mal hicieron los anglosajones cuando, no
satisfechos con derrotar a los celtas de la Bretaña insular, osaron burlarse de
ellos (…) desconocían que un día pagarían muy cara aquella soberbia que los
había llevado a menospreciar un pueblo por el mero hecho de atribuirle ciertas
limitaciones para la concepción histórica y poco apego a la consignación escrita
de su realidad cotidiana”, escribe el autor de Irmán Rei Artur, con tono y actitud deliberadamente arcaicos en su
afán de hacer resonar el poder de la leyenda. Porque a pesar de que moderniza
en las tres historias de su libro a
Lancelot, Merlín y Arturo, de que los humaniza para nuestra contemporaneidad,
sabe que la timidez y la omnipresente voluntad de justificación de nuestro
lenguaje, y, por tanto, de nuestra época, no tienen cabida aquí.
Los
anglosajones, dice Reigosa, tardaron demasiado en darse cuenta de que se
hallaban ante unos hombres, los bretones, “especialmente dotados para la
ficción y la fábula, para el ensueño recreador, para la magia y el lirismo,
también para la exageración y, sin duda, para el humor”. Y tras malgastar sus
fuerzas en disputas internas para aprovechamiento de la expansión germánica, aquellos
hombres fueron ninguneados por los nuevos amos
de aquellas tierras, como suele pasar. Y en cuanto los anglosajones bajaron
la guardia, se levantó Arturo, surgiendo “del valle sombrío y nebuloso de [los]
más remotos recuerdos” de los bretones, y creció en el canto de sus trovadores
“hasta que los herederos de Arturo, muchos años después, lanzaron a la noche de
los tiempos todo un imperio de glorias y sabidurías hoy en día inimaginables.
Es decir, todas las historias del mundo. Y todas, las propias y las ajenas,
convertidas en bretonas para siempre… ¿O es que alguien iba a atreverse con una
negación que tampoco podían probar? Los grandes vacíos que impedían afirmar la
realidad de un suceso o de un personaje eran los mismos que imposibilitaban negar
su existencia”, remata Reigosa. Todo flotaba entre límites imprecisos, y ya a
la altura del año mil nos encontramos a Arturo, Merlín y sus Caballeros ganando
la batalla. Así que los anglosajones recogieron el mito en sus crónicas,
todavía perplejos, sin acabar del todo de apropiarse de él, como también suele
pasar en estos casos. Ferrín recoge con una vehemencia muy de mi gusto el
resultado de este triunfo y el consecuente intento de apropiación por parte de
los anglosajones al hablar de White, autor inglés, “un inglés canalla que quiso
hacer inglés a Arturo y ponerlo a pelear contra el IRA; no lo leáis”.
El hombre moderno (una expresión
anticuada) también está perplejo; aunque llegamos a atrevernos a decir que
conocemos en teoría los mecanismos que llevan a la creación, crecimiento y
supervivencia de las leyendas, no podemos darle unas coordenadas numéricas con
las que acallar nuestra inquietud respecto al poder de nuestra propia
imaginación como especie. El hombre moderno necesita algo tangible. ¿Qué es una
leyenda? Yo diría que es –y que Lévi- Strauss me perdone-, como todos
sospechamos, un rumor que se expande en círculos concéntricos. Todos sabemos
cómo funciona: nos llega un rumor sobre algo o alguien, y si no es demasiado
tarde y nos interesa- si la información sólo ha sido transmitida a un par de
personas- podemos acudir a la fuente original y constatar que parte de esa
información ha cambiado en el proceso que la hizo llegar a nuestros oídos. Paco
no desapareció porque le tocase la lotería y se escapase al Caribe; sólo le
tocaron 20 euros en la tragaperras y se fue en Semana Santa al balneario de
Mondariz.
Arturo no era un glorioso rey medieval
que impartía justicia desde Camelot; sólo era el líder de un grupo de
mercenarios del siglo VI que se dedicaban a la rapiña y que en sus tropelías se
toparon con los sajones. Si es que fue una persona concreta.
No hay que dejar que la verdad
científica nos haga sentirnos abandonados.
En el caso de Arturo, como quedó dicho,
el rumor creció en un contexto de resistencia y derrota, contra viento y marea
y como esperanza.
La fascinación por lo incierto, por
poder vislumbrar el núcleo que hay de verdad en las leyendas, me llevó a echar
un vistazo a un libro en principio escrito para niños y adolescentes. Es la misma fascinación que produce en mí que Aníbal
no atacase Roma cuando estaba a sus puertas tras derrotar a todos los romanos
que intentaron impedirle llegar hasta ellas; o que un
mozo de cuadras llamado Shakespeare escribiese lo que se supone que escribió.
En el caso de la leyenda de Arturo, varios elementos me empujan hacia él: como
dije, el componente de esperanza; el proceso que llevó del supuesto personaje
real del siglo VI al rey eterno y justo que volverá en socorro de los vencidos;
el rumor medieval, de piedra, de agua, de bosques, de un mundo más real que el
nuestro; el que algo tan puntual y pedestre como que las acciones de un buen
guerrero sobrevivan más allá del tiempo y del espacio.
Y otra vez por casualidad me encontré
con el libro de Xoán Bernárdez Vilar O
Rei Artur. Mito e realidade (El Rey Arturo. Mito y Realidad), editado por
la editorial Galaxia en 2005. Fue ojeando el catálogo de esa editorial en
internet por razones que nada tenían que ver con mi reciente interés por el rey
Arturo. Pero allí estaba: un estudio exhaustivo en busca de las raíces del mito.
Su autor, nacido en 1936, lleva publicados un buen número de ensayos sobre la
historia de Galicia, así como varias novelas históricas. En lo referido a
Arturo, su pasión por el personaje, por la “Materia de Bretaña” en general, lo
llevó a viajar varias veces a Gran Bretaña en busca de sus huellas. En su libro
recopila gran parte de lo que podemos saber acerca del origen del mito artúrico
a través de la arqueología, la toponimia, la filología y la topografía,
advirtiéndonos de que la epigrafía, y ciertos textos y documentos, deben
tomarse como fruto de la fantasía, “aprovechable, como sucede con los mitos,
nada más, y tan sólo hasta cierto punto, cuando lo que aportan aparece
refrendado por otras disciplinas.”
En la introducción de este estudio, Bernárdez reflexiona sobre la naturaleza de los mitos, porque considera que todo lo referido a Arturo conforma un mito que engloba varias leyendas, esos “Cantares de Cornualla”; rumores de diversa procedencia que componen un todo y que encuentran un denominador común. Cita a José Ferrater Mora: “Lo ficticio consiste en que, de hecho, no ocurrió lo que dice el relato. Lo real consiste en que, de alguna manera, lo que el relato mítico dice, corresponde a la realidad.” Y al emperador Juliano, defensor de los dioses romanos cuando en Roma se iba imponiendo el cristianismo: “Lo que en los mitos se presenta como más inverosímil es, precisamente, lo que nos abre el camino a la verdad.”
Continúa Bernárdez: “la virtud que
consiguió convertir cuanto se relaciona con Arturo en uno de los temas con
mayor capacidad de adaptación a los tiempos y las culturas, fue, sin duda, su
relación con ese anhelo por una Edad Dorada, o por la armonía con los demás
seres humanos, la naturaleza y el cosmos, que, aunque afectada por ciertas
mutaciones y cambios, vienen condicionando el deseo de los hombres desde la
noche de los tiempos. Una ambición quizá en parte relacionada con las promesas
de la mayoría de las religiones, si bien en éstas aquélla se alcanza nada más
que a través de una cita post mortem, cuando lo importante parece que debería
ser saborearla antes de que ésta llegase.”
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A vós meu señor Artur